jueves, 14 de abril de 2011

El décimo

El décimo

El intérprete. El papel del intérprete. Evolución de la valoración del intérprete. La figura del virtuoso. Diferentes corrientes en torno a la interpretación musical. La corriente historicista. Improvisación. Aleatoriedad. Medios de reproducción sonora y nuevos problemas planteados en torno a la interpretación musical.

Interpretar, en un sentido amplio del término, es una operación básica que comporta tres fases: Comprender (Subtilitas intelligendi) Desplegar o explicar (Subtilitas explicandi) y Aplicar (Subtilitas applicandi) Estaríamos hablando, en general, de textos fijados en escritos, y que requieren la atribución de sentido o significado a una serie de signos. Nietzsche afirmaba que: “En verdad, la interpretación misma es un medio para adueñarse de algo” (en Henckmann / Lotter, 1998:143) lo que apunta hacia una voluntad de poder, evidentemente.

Como ya empezamos a intuir, el intérprete es el mediador entre dos partes, bien explicando, bien traduciendo. Y como muy bien sabemos, hay artes que requieren de una mediación entre autor y público. Mediación que no se limita sólo a reproducir –tal como el albañil o el impresor respecto al arquitecto o el escritor- sino que añade una visión personal del material de partida, aquel que no se explica por sí mismo. Es decir, hay artes donde la obra contiene en potencia –como posibilidad- diversas maneras de ser puesta en práctica, y donde el intérprete lleva a cabo elecciones desde su comprensión de la obra para hacerla comprensible al público. Y, por tanto, el intérprete pone su interés en esa comunicación intelectual, espiritual y emotiva.

Bueno, como siempre, ya lo dijo Platón en su diálogo titulado Ion: “el dios inspira al autor, el cual inspira al intérprete, y éste, a la vez, inspira al público” (en Souriau, 1998:699) cadena de inspiraciones donde el intérprete es el eslabón intermedio. En nuestra cultura las artes que requieren intérprete son la literatura oral, la música y las artes del espectáculo en general, las denominadas artes del tiempo: teatro, danza, cine y música.

Casi todos, por no decir todos, los autores aceptan que el papel del intérprete en música es especialmente delicado, ya que implica que éste realice en escena y en tiempo real lo que el autor fue construyendo a un ritmo mucho más pausado. Además, la notación musical, aunque ha logrado un alto grado de sofisticación, sólo consigue dar una aproximación de la forma sonora, sobre todo desde el punto de vista expresivo. De aquí, que el papel del intérprete haya cambiado con el paso del tiempo, aumentando su responsabilidad en esta función de mediador entre el compositor y el público, a la vez que veía reducida su aportación creativa. El propio Stravinsky pretendía que el intérprete ideal sería poco más que una máquina:

No queremos ninguna de esas llamadas interpretaciones de nuestra música; no hagan más que tocar las notas; no añadan ni supriman nada (en Copland, 1997:245-246)

Posición que chocaría abiertamente con la idea romántica de un intérprete poseído por la inspiración divina. Pero, por mucho que diga Stravinsky, el caso es que al igual que la composición da cuenta, o debería dar, de la vida interior del autor, el intérprete no puede ni debe substraerse de esa vivencia, siendo uno de los más importantes desafíos hacerla llegar al público en la medida de lo posible. De aquí, la importancia de una amplia cultura, buen gusto y educada sensibilidad. Que no sólo de domino técnico vive el intérprete. Porque como apunta Copland: “Lo que oye el auditor no es tanto el compositor como el concepto que del compositor tiene el intérprete” (Copland, 1997:243)

Y comprendamos, además, que el intérprete no pude huir de sí mismo. Es decir, posee su propia naturaleza musical, su personalidad, y esto implica que el oyente debería de distinguir entre lo que pensó el compositor y el grado de fiabilidad con que el intérprete lo reproduce. Asunto que nos llevaría a hablar del público y su formación como tal. Pero esto ya lo abordaremos en el siguiente tema.

Pero, no obstante, hemos llegado a uno de los problemas cruciales de la interpretación: ¿qué grado de fidelidad se espera del intérprete? Porque todos sabemos que una composición musical se presta a diferentes versiones, incluso por un mismo intérprete. Y debemos aceptar que en cuestiones de fidelidad la personalidad del intérprete cuenta mucho. Pues para echar un poco de luz –o de sombras, quién sabe- sobre la cuestión recurramos al Siglo de las Luces.

Diderot, en su opúsculo La paradoja del comediente, dice:

La sensibilidad extrema produce actores mediocres; la sensibilidad mediocre produce multitud de malos actores; es la falta absoluta de sensibilidad la que prepara actores sublimes (Diderot, 1986:29)

Bueno, puede que el intérprete musical no sea como un comediante, pero se le acerca mucho. Volvamos con el autor de El sobrino de Rameau. La ausencia de carácter, de sensibilidad no es consecuencia del oficio de actor, sino que se es actor a consecuencia de tal carencia:

Uno no se hace cruel por ser verdugo, sino que se hace verdugo porque es cruel (1997:65)

Por tanto, el talento del intérprete estriba:

En conocer perfectamente los síntomas externos del alma que se toma prestada, en dirigirse a la sensación de aquellos que nos escuchan, que nos ven, y en engañarles mediante la imitación de esos síntomas… Por tanto, aquel que mejor conoce y con más perfección transmite esos signos externos extraídos del modelo ideal más perfecto, es el mejor comediante (Diderot, 1997:72)

Tomemos nota de lo dicho por Denis Diderot. Que, como precisa más adelante:

Ser sensible es una cosa y sentir otra. Lo uno es asunto del alma, lo otro asunto de juicio… Se dice que un orador surte más efecto cuando se enardece, cuando se encoleriza. Yo lo niego. Es más eficaz cuando imita la cólera (Diderot, 1997:85-94)

¿Cuántos políticos habrán leído a Diderot? O, mejor: ¿cuántos asesores de políticos conocen este texto? Bueno, no divaguemos. La pregunta se impone, y es de aquellas que nadie sabe cómo responder decorosamente: ¿qué posibilidades tiene el intérprete de despojarse de su personalidad para adoptar la ajena? Dejemos la pregunta para el debate abierto.

Antes afirmábamos, de pasada, que la figura del intérprete ha ido cambiando. Tal evolución de la valoración del intérprete supone que:

El intérprete era considerado antiguamente como un miembro de la comunidad musical más inteligente que lo que hoy se le considera… cuanto más retrocedemos en la historia de la música, menos indicaciones encontramos, y lo más importante se dejaba evidentemente en manos del intérprete, de su preparación, su sentido de la tradición y su musicalidad innata (Dart, 2002:25-26)

A ver si no hemos adelantado nada; sino que, muy al contrario, esa disociación entre la figura del compositor y del intérprete ha sido de las que mejor no hubiesen sucedido nunca. De hecho, inicialmente, compositor e intérprete se confunden en una misma persona, el músico.

A partir del momento en que la notación musical adquiere tal complejidad –a lo largo de la Edad Media- que sólo los iniciados pueden interpretarla, los cantores del coro aprenden de memoria sus melodías de canto llano y los polifonistas –musicalmente más preparados- son a la vez los compositores. Primer amago de divorcio.

Autores tan representativos del final del período, como Guillaume de Machaut, era al mismo tiempo, cantor –compositor e intérprete- y copista, como después lo fueron Dufay, Ockeghem o Josquin. Y señalan la fisura que comienza a producirse entre los que hacen lo que saben y los que no saben lo que hacen, como ya en el S. XI apuntaba Guido d’Arezzo.

Y el Renacimiento, con esa aspiración de llevar la interpretación musical al terreno del aficionado, inventó las tablaturas que permitían al lego musical creer dominar el arte de la música en toda su extensión. Bueno, el proceso de divorcio, como podemos ver, era irreversible.

Llegamos, así, al Barroco, y aunque la mayor parte de intérpretes se ocupan de ejecutar sus propias obras, aparecen figuras de intérprete muy centrados en el acto de traducir o interpretar: el bajocontinuista y el cantante de ópera, aunque tanto uno como otro mantienen el prurito –sobre todo los cantantes, más exhibicionistas- de incorporar recursos de cosecha propia a través de variaciones, supresión de pasajes o improvisaciones en cadencias y fuera de ellas.

El clasicismo central, de 1750 a 1800, aproximadamente, ve llegar definitivamente al intérprete de obras ajenas. Y los compositores comienzan a reclamar respeto por sus obras. Exigen precisión y no ven con buenos ojos la alteración de la partitura.

Y así, han seguido las cosas hasta la actualidad, donde el intérprete ha tenido que plegarse a un respeto –mal entendido a veces- no sólo por la composición, sino por tradiciones concretas de interpretación. Y puede que cierta responsabilidad en esta nueva situación la tenga la desmesura con que la figura del virtuoso abordó la interpretación musical.

Actualmente, entendemos por virtuoso a los intérpretes que demuestran una gran habilidad técnica. El término fue usado en el pasado de forma más generalizada para todos aquellos artistas que descollaban claramente en sus actividades. Incluso en el S. XVI se asociaba a compositores e intérpretes, pero no de forma generalizada. Esta tradición interpretativa la tenemos mucho mejor documentada desde el S. XIX. Sobre todo con músicos como Paganini o F. Liszt. Hoy suele aceptarse esta cualidad como medio para la interpretación, y no como fin en sí misma. Por lo menos es lo que se dice. Musicalmente, el virtuoso se caracteriza por:

• Gran capacidad técnica, con total dominio técnico de la voz o el instrumento
• Connotación peyorativa –de antigua raíz greco-latina: los que usaban sus manos para realizar su trabajo no tenían una gran dignidad social- donde quiere entenderse que la destreza técnica está reñida con la sensibilidad musical.
• Suele demostrar un talento temprano, es la figura del niño prodigio
• También suele asociárseles una personalidad carismática

La figura del virtuoso tiene amplia aceptación entre los aficionados a la música que gustan de considerarla como un arte principalmente dionisíaco. De ahí, que a lo largo del S.XIX, el virtuoso estuviese al servicio del público y produjera un repertorio de desigual calidad. Hoy nadie recuerda a autores como Thalberg, Tausich, Kalbrener, Moscholes… representantes del denominado virtuosismo vacío, es decir, obras de grandes desafíos técnicos pero bastante banales. Y es que el Romanticismo, época de gran desarrollo del virtuosismo y del ego del artista, era un cúmulo de contrariedades, como dice Alfred Einstein:

Entre las contradicciones del movimiento romántico destaca el hecho de que al mismo tiempo que revivía el pasado y manifestaba su inclinación por la intimidad y el ensimismamiento más exclusivos, elevaba el virtuosismo hasta alturas sin precedentes (1986:59)

De una forma u otra, son las consecuencias de que por primera vez en la historia los músicos reclamen para sí mismos el estatuto de artistas y genios. Y el Romanticismo sirvió para inaugurar una nueva relación con el público basada en el virtuosismo instrumental di bravura. Situación que puede producir lo mejor y lo peor del romanticismo: lo sublime y lo grotesco. De hecho, el mejor virtuosismo trasciende –como apuntaba Liszt- la mera habilidad técnica hacia terrenos cercanos a lo fantástico, lo mágico, lo sobrenatural. He ahí, al genio es su actividad irrepetible y trascendente.

Hoy en día, el análisis de las diferentes corrientes en torno a la interpretación musical, establece como polos opuestos de un panorama mucho más ambiguo, lo que podríamos denominar una ejecución técnica frente a la ejecución creadora. Ya sabemos que los extremos no sólo no son recomendables, sino que se tocan, por lo tanto nadie piensa que una ejecución 100% técnica o tan creadora que hace irreconocible el original, satisfagan a nadie. El punto de encuentro es lo delicado. ¿Qué criterio seguir para encontrarlo?

Decíamos, unas líneas más arriba, que el signo musical no lo es todo, que se agota en sí mismo. Todo depende, pues, de cómo lo convirtamos en música:

Y es aquí donde se nos presentan los problemas estéticos de la interpretación de la música: el intérprete ¿debe ceñirse estrictamente a lo escrito y reproducirlo tal como lo encuentra, con todas sus deficiencias, o completar por su parte la ausencia de los signos específicos de ejecución? En el caso en que deba intervenir activamente, ¿qué criterio debe guiarlo, y hasta dónde debe extender su colaboración? ¿Dónde está el límite de lo lícito y lo ilícito en esta interferencia suya en el pensamiento y la voluntad del compositor? (Hurtado, 1971:139)

Está claro que la verdad artística, es decir, lo que aceptamos como bueno y bello, no siempre coincide –nunca coincide- con la verdad objetiva. Porque la interpretación se aleja constantemente con inexactitudes que convierten la ejecución en algo vivo: los fraseos, los vibratos… oscilaciones que, aceptadas dentro de unos límites, no dejan de ser desviaciones de lo objetivo.

De todas formas una interpretación que busca basarse al máximo en criterios objetivos intentará, en claro enfrentamiento a la de tintes subjetivos, convertir la ejecución más en recreación que en creación, utilizar la reflexión y no la pura habilidad, indagar en el historicismo y no en tradiciones más o menos consensuadas como las que provienen del S. XIX, de una forma u otra aspira a la pureza y no a una incorporación indiscriminada de subjetividades, y apuesta por el estudio y la cultura frente a la experimentación o la intuición senso-motora del intérprete.

Sin embargo, destacados intérpretes señalan un punto de conciliación en ámbitos de más difícil precisión y de carácter espiritual, dice Pau Casals:

El trabajo y el valor del trabajo del intérprete consisten en acercarse todo lo posible al sentido profundo de la música que interpreta; sentido profundo que en una gran obra ofrece una rica complejidad y que los signos escritos no pueden transmitir sino incompletamente. El ejecutante, quiera o no quiera, es un intérprete y no redescubre la obra más que a través de su personalidad, la ejecución debe proporcionar a la obra la plenitud de la existencia sensible, y convertir en real su existencia ideal. (en Hurtado, 1971:142)

Hechas estas consideraciones, apuntemos las principales corrientes en torno a la interpretación musical. En cierta medida, estas tendencias, no excluyentes, sino participativas entre sí, se consolidan a partir de la década de los ’60, con la aparición de la Aufführungs-Praxis (que podríamos traducir por Interpretación históricamente basada de N. Harnoncourt)

1.- Interpretación literal. Como sentido propio de los signos musicales. La partitura lo es todo. Lo que no es compatible con el signo escrito no es válido. La estructura formal debe alumbrar el sentido de los diferentes pasajes.

2.- Interpretación subjetiva. Como búsqueda de la voluntad del compositor. Lo que sólo decirlo ya asusta. Se entiende la obra como creación del compositor, de aquí que se indague en las voluntades del autor, en sus propósitos concretos, penetrar en su alma. Como si esto fuese posible.

3.- Interpretación historicista. Como un intento de reconstrucción de cómo se tocó y se oyó en su época. También asusta, sin duda. Obliga a relacionar el signo musical con el contexto histórico, con las prácticas habituales de aquel tiempo. Como si esto fuese posible. Fija sus esfuerzos, no en averiguar la voluntad del compositor, sino más bien el medio adecuado a lo que compuso. Lo que parece bastante sensato.

4.- Interpretación objetiva. Como búsqueda de la voluntad de la propia obra, de su espíritu y finalidad. ¿Qué puede dicrnos ella de sí misma? ¿Qué le es inmanente en su existencia objetiva e independiente del autor? ¿Qué intereses de orden expresivo, formal, cultural, espiritual o afectivo tuvo y cuáles conserva o adquiere con el paso del tiempo?

5.- Interpretación libre. Como magnificación de la figura del intérprete. El único criterio: utilizar la música en beneficio propio, puro exhibicionismo. La voluntad y el capricho del intérprete son sus únicas guías.

6.- Interpretación adaptativa. Como servidora del gusto del público. Aceptar que el gusto dominante condicione la interpretación. Tanto en la elección del programa, como en el despliegue de los recursos técnicos y expresivos. Lo que podríamos resumir en la expresión tocar de cara a la galería.

Y como indicábamos al comienzo del parágrafo, estas posiciones no sólo no son excluyentes, sino que se complementan unas a las otras. De hecho, una interpretación puede que participe de todas ellas, en distinta medida, claro. Por tanto, estar en una u otra tendencia sólo es cuestión de énfasis. Lo que no entendemos es el énfasis que el currículum hace en la corriente historicista, pero, por encima de nuestras dudas, como ya en otros momentos hemos demostrado, intentaremos ser responsables.

Debemos comprender que la restitución de una obra de música antigua es, en cierto modo, una trampa. Y es una trampa, porque ni los instrumentos ni las tradiciones son los mismos, además de un período en el cual la notación era marcadamente imprecisa. La corriente historicista se desarrolló con el auge de los descubrimientos musicológicos. Hubo un temprano antecedente en 1832, cuando François-Joseph Fétis organizó sus conciertos históricos en el Conservatorio de París. Y también en 1915, cuando Saint-Saëns abordó, en unas conferencias dadas en San Francisco, cuestiones relativas al estilo, la técnica e instrumentación de la música antigua. El nacimiento de instituciones, a finales del S. XIX y principios del S. XX, como la Schola Cantorum (París) Pro musica antiqua (Bruselas) o la misma congregación benedictina de S. Pedro de Solesmes, atestiguan el interés.

Poco a poco, el interés por la auténtica forma de interpretar la música antigua fue creciendo en dirección a nuestros días, pero:

La interpretación de la música antigua es, por lo tanto, un asunto bastante complicado; y la primera evidencia, la notación musical, en la que se ha de basar necesariamente nuestra interpretación, debe ser examinada con el mayor de los cuidados. En primer lugar, necesitamos saber exactamente qué signos usó el compositor; después, averiguar qué significaban en la época en que fueron escritos; y por último, debemos expresar nuestras conclusiones en términos de nuestra época, ya que vivimos en nuestro siglo y no en el XVIII ni en el XV (Dart, 2002:25)

Vaya, que este pasado siempre estará condicionado por nuestro presente y viceversa. Parafraseando a Dart, debemos comprender que el acceso a la música del pasado lo hacemos desde nuestros oídos, afectados –contaminados, podríamos decir- por la gran diversidad de manifestaciones musicales actuales. Y nadie, mínimamente serio, puede decir que es capaz de sustraerse a tal situación. Hemos sido educados en sonoridades que tienen, como mucho, 80 ó 90 años, y gracias a las grabaciones. Y en unos repertorios que a lo sumo datan de 2 ó 3 siglos. Un ejemplo: ¿qué instrumento es el adecuado para tocar la música de tecla de los compositores de la primera mitad del S. XVIII? Conocieron el clavicémbalo, el clavicordio, la espineta, el órgano, el fortepiano… Todos ellos son, para nosotros, de sonoridad antigua, pero no para ellos. ¿Cómo tocaban esos instrumentos? Hay tratados contemporáneos, pero dan una pálida imagen de los hechos.

Para quien vive en nuestros días es imposible escuchar la música con los oídos de quienes la escucharon por primera vez, y resulta vano pretender otra cosa… la música siempre se ha escrito para que sea disfrutada tanto por el músico como por el oyente; es más cualquier música debe resultar espontánea… si hay una buena edición, el intérprete se puede fiar plenamente de su vista, su musicalidad y su sentido común… La música es tanto un arte como una ciencia; como todo arte y toda ciencia, no tiene más enemigo que la ignorancia (Dart, 2002:264-265)

Más allá de las dudas aquí expresadas en cuanto a la corriente historicista, me pregunto: ¿qué ganaríamos si, hipotéticamente hablando, lográramos recuperar la interpretación original? Las cosas fluyen, Panta rei. Y pocas cosas tan escurridizas como el agua de un río o los sonidos de la música.

En la tradición occidental, la improvisación ha ido alejándose de las habilidades con que un intérprete recreaba una obra musical. Trabajar sobre un esquema y crear un texto era algo que no sólo la música era capaz de hacer, también el teatro en la Commedia dell’Arte lo realizaba. La improvisación es tan antigua como la propia música y supone un gran dominio de los recursos a utilizar. El buen improvisador desconfía de todo aquello que primero le viene a la mente, son los tópicos, los patrones más o menos estereotipados.

La improvisación mantiene una estructura conocida por el público, lo que permite su comprensión. Y, además, respeta una serie de convenciones o reglas. Actualmente, las grabaciones han supuesto una paradoja de difícil superación. Si por una parte, nos han permitido revivir las improvisaciones de grandes virtuosos y músicos; por otra, fijar una improvisación supone su condena a muerte. Deja de ser irrepetible. Condición esencial en su naturaleza.

Tanto en su vertiente solística como grupal, la improvisación ha evolucionado de acuerdo al desarrollo general del arte musical. De aquí, la utilización de determinadas escalas o modos, armonías, ritmos, temas… Al igual que cualquier manifestación musical, la improvisación corre el peligro –tal vez en mayor medida, dada su inmediatez- de lo banal, lo puramente ornamental, la proeza técnica. Y recorre un amplio espectro, desde el simple adorno a la creación inmediata de una obra.

Esta práctica, habitual en los primeros siglos de nuestra civilización musical, cuando la notación apenas pasaba de ser un punto de referencia, ha sido relegada paulatinamente al campo de la música popular no escrita. Si en el S. XVIII se admiraba la improvisación, poco después sólo los organistas la mantenían como actividad más o menos viva, y tuvimos que esperar al desarrollo del Jazz en el S. XX para que esta práctica cobrara nueva vitalidad e incluso llegara a modificar los estilos de interpretación musical en instrumentos como el piano, trompeta, saxo o guitarra. De aquí pasó a las vanguardias musicales, pero en forma renovada, sobre todo dentro del campo de la aleatoriedad.

De hecho, una de las cuestiones de mayor interés en cuanto a lo aleatorio no es tanto qué es, sino cómo lo aborda el intérprete actual. Hay que distinguir, para empezar, la improvisación de la aleatoriedad. La diferencia más radical consiste en la ausencia de material previo en el caso de la música aleatoria. Situación que no se produce en la improvisación. Pero también es cierto que el grado de cercanía con que una improvisación puede abordar el material original puede acerarla a lo aleatorio, cuando tal grado de cercanía es prácticamente cero. Del mismo modo, cualquier pasaje aleatorio, determinado por ciertas pautas o criterios, puede acercarse peligrosamente al campo de la improvisación.

¿Cómo vive el intérprete la aleatoriedad? Bien, no es fácil de dar una respuesta que resuma actividades de orden individual, pero, sin duda, lo primero que sugiere es el libre albedrío, la expansión emotivo-sensorial. Sin embargo, para el intérprete tradicional, un pasaje extenso de tales características puede causar desasosiego, inseguridad, y, paradójicamente, necesitar preparación. Aunque tampoco hay que identificar necesariamente aleatorio con espontáneo.

Tal vez, el recurso constante al azar por parte de la aleatoriedad sea un aspecto clave para comprenderla. Esa voluntad, esa acción a priori por dotar al azar de una función incluso estructural es su esencia. Por tanto, si la improvisación juega con el azar, el azar juega con lo aleatorio.

Hablábamos, a cuenta de la improvisación de los efectos de los medios de reproducción sonora y los nuevos problemas planteados en torno a la interpretación musical. Dice Souriau:

El pianista Glenn Gould grabando fuera de la sala de conciertos y, por tanto, de todo público «en directo», las Variaciones Goldberg de Bach, hace literalmente rebotar la frase del Aria inicial, al no interpretarla más que después de haber ejecutado las Variaciones según el tenor literal de la partitura; el oyente de la grabación es testigo de una restitución hot (caliente) inaccesible al oyente del concierto. Cambia la significación de la obra entera desde el momento en que la tecnología sofisticada altera la cronología de la interpretación. Quizá nunca Bach ha estado presente hasta este punto (Souriau, 1998:490)

Por tanto, la interpretación del tema, viene condicionada por la grabación previa del conjunto de las variaciones. Muchos instrumentistas han mirado con malos ojos la grabación musical y la han enfrentado a la “magia” o lo “irrepetible” (en cuantos casos diríamos: “menos mal”, no?) de la actuación en directo, dándole a esta última un plus de verdad artística:

Otro factor ha contribuido –y contribuye cada vez más- a agostar la vida de la música, a paralizarla o congelarla en una interpretación definitiva, fuera de toda realidad: es el disco (Deschaussées, 2009:122)

Es cierto que las primeras grabaciones, al no permitir cortes, enlaces o correcciones, transmitían y fijaban una interpretación única, en vivo, con sus “impurezas”. Cada interpretación musical es única, ya lo sabemos, y algunos consideran que los avances técnicos supusieron los “primeros daños a la verdad y a la autenticidad de una interpretación” (Deschaussées, 2009:123) marcando, así, una inevitable oposición entre música grabada o verdad de la música.

Se argumenta tal enfrentamiento, casi bélico, argumentando desde las despersonalizadas salas de grabación y la consiguiente falta de contacto humano entre artista y público, hasta que el montaje priva a la realización de toda posibilidad de vida:

Cuando, por un prurito de perfección técnica, un disco nos ofrece un conjunto de diferentes fragmentos tomados de diversas grabaciones, lo que se logra es la negación de una creación vivida es su unidad (Deschaussées, 2009:123)

Y, sin embargo, las grabaciones no sólo nos conmueven, sino que valoramos en ellas la calidad de una versión como sentido unitario. Personalmente, creo que siempre serán poco interesantes las grabaciones realizadas bajo falsos criterios estéticos, es decir, interpretaciones donde el objetivo primero y último del intérprete es servirse de la música y no servir a la música, pero esto no cuestiona al medio en sí mismo. Sí que es cierto que la difusión de las grabaciones han elevado considerablemente las exigencias del concierto en directo, diezmando peligrosamente la originalidad de las interpretaciones. Uniformidad y fiabilidad en lugar de variedad y riesgo. El texto no lo es todo. Y del mismo modo que nos puede influir una grabación, también lo puede hacer una interpretación en directo. Sepamos mantener las distancias entre dos medios de difícil conciliación y no arriesgaremos en afirmaciones banales.

Hay que aceptar que las grabaciones han reducido, lamentablemente, la práctica musical amateur. El aficionado a la música puede escuchar sus obras, autores e intérpretes predilectos, en el salón de su casa –hoy en día, en cualquier sitio- sin realizar un mínimo esfuerzo en aprender lectura musical e interpretación. Bueno, él se lo pierde. Determinadas sensaciones están para ser vividas, no admiten sustitución alguna. Por otra parte, el arsenal de música a nuestra disposición casi que puede resultar agobiante, impidiendo una de las prácticas más sabias, la audición repetida y atenta de la música. Sólo se me ocurre citar a Nabokov, cuando afirmaba que leer es releer.